Desde aquel Abril del 2010 han pasado muchas cosas, a mí y a todos, aunque a día de hoy, casi ocho años después, poder seguir contándolo ya me parece suficiente. Hoy se me antojaba volver a escribir, qué carajo, lo bonito de estas historias es que no tienes que dar explicaciones a nadie, te apetece, lo haces y ya está.
Y mirándome teclear de nuevo, tiempo atrás sucedió la última vez, sigo viendo -y escuchando- a mi abuelo, metido en "su chiringuito", vestido de impecable uniforme bata de casa guatiné y cabeza incrustada en su inseparable Olivetti Lettera 35; aporreando letras con ritmo allegro, fines altruistas y corazón apasionado. Poco o nada nos diferencia, por ello pienso que no hay mejor mejor herencia que la genética.
Cierto es que me quedé con su máquina. Cuando él falleció -abuelo te echo de menos- y hubo reparto de bienes había dos objetos que deseaba conservar en su memoria: ese querido teclado y el reloj de péndulo de la pared del salón, para mí fundamentales en su día a día, aceptando así los demás -mujer incluida- que los ruidos de estos cachivaches eran quienes primaban en casa, por encima de las partidas de cartas, las comidas en familia o los pájaros de su vecino Dopico.
Por eso sigo aquí, como pequeña prolongación de su legado, dando sentido -o todo lo contrario- a todas aquellas discusiones que mantenía con mi abuela sobre el porqué de escribir sin beneficio -según ella- alguno.