Esta Semana Santa pasada estuve haciendo un viaje en coche por Marruecos: Tánger, Tetuán, Chefchaouen, Fez, Meknes, Rabat, El Yadida, Safí, Essaouira, Agadir, Marrakech, .... Más o menos así fue mi recorrido, una aventura para confirmarme que el país magrebí dista mucho de ser sólo una tierra seca y árida con cierto aire retrógrado.
Nunca pensé en paisajes verdes y frondosos, controles policíales -exagerados en Rabat- por cada rotonda que pasaba, desconocimiento del español en la mayoría de pueblos y ciudades, o zonas de ambiente nocturno europeizado con chicas que fuman y beben copas mientras bailan contoneándose a ritmo de reggeton dejando aparcadas a pie de hoteles y restaurantes sus más tradicionales danzas del vientre. Los tópicos no se cumplen cuando te alejas de las áreas turísticas, o más bien se mimetizan entre la modernidad de ciudades restauradas que te descolocan como guiri catalogador de idiosincrasias. Fallidos prejuicios aparte también existen tuaregs, camellos, limosneros, forjadores, mercaderes, tapiceros, mecánicos o encantadores de monos y serpientes englobando así un país que vive a caballo entre tres siglos en lugar de en uno solo. Eso sí, la limpieza y el decoro brillan por su ausencia a la vista de un profano como yo, tan acostumbrado a la droguería europea y al tratamiento de residuos urbanos. La mano de Fátima no admite quiromancia, no se le ven las líneas de lectura por la roña que las cubre, quizá así se conserva mejor la piel, quien sabe.