Soy duro de oído, me cuesta mucho trabajo seguir conversaciones ajenas, al recoger palabras y no frases enteras me entero poco o nada de lo que se comenta, así que evito pegar la oreja, se notaría demasiado. Ayer hice un esfuerzo ya que la ocasión lo merecía.
Estaba en el pasillo de la consulta de fisioterapia esperando mi turno e impaciente por llevar casi una hora de retraso cuando una mujer de pasados cincuenta años se sentó a mi lado, venía caminado apoyada en una muleta y agarrando con el otro brazo a un simpático y atento celador, sonreía todavía por las ocurrencias de su acompañante mientras le comentaba con evidente dificultad en el habla a su vecino de asiento -el del otro lado- lo bien que se portaban con ella en el hospital.
Viuda desde muy joven -creo que dijo a los treinta y seis-, cinco hijos, el más pequeño veintiuno, con una pensión de cuatrocientos cincuenta euros -lo decía sin rastro de victimismo- y a día de hoy con una parálisis muy acusada por motivo de una lesión cerebral. Tenía suerte decía, todos sus niños trabajaban, los mayores habían estudiado Magisterio -vaya crack del gobierno la mujer- y ejercían de docentes, las medianas militares; el menor estudiaba y trabajaba a tiempo parcial en una productora. Seguía sonriendo, esperaba que dieran las doce, hora de su sesión diaria de rehabilitación; y mientras charlaba animadamente con su compañero de fisio, a unos quince metros de ella en el umbral de la consulta, una afónica enfermera se esforzaba por repetir el nombre de algún despistado paciente... ...ah, sí, soy yo, perdone.