Si echamos la vista atrás como unos veinte años el perfil de un cocinero era el del señor con bigote, poco pelo y pronunciada barriga que se manejaba entre ollas pirenaicas y cuchillos toledanos, donde el chorizo, el ajo, la cebolla o la patata eran ingredientes básicos en sus tareas culinarias. Las cosas han cambiado desde entonces, ahora entre materias priman cilantro, habaneros, wasabi o curry; también sus herramientas: envasadoras al vacío, robots amasadores, criogenizadores o planchas teppan para nitrógeno líquido; y que decir de los que gobiernan todo este cacao, druidas del siglo XXI con aspecto cybernético y actitud radical que dedican su tiempo libre -a éstos sí les queda- al filtreo, al sarao, al viajar, a la aventura en globo o al menos una escalada al Everest compartiendo tienda con César Pérez de Tudela. Son otros tiempos en los que los hombres queremos ser restauradores antes que futbolistas y ahorramos durante la semana para llevar a la parienta -agradecidas ellas- a cenar al restaurante de tal, que tienen menú a la carta original, me dijeron que allí cocinan fenomenal, pagas lo normal y no sales con hambre al final.
Este fin de semana y el anterior fuimos a gastar los cuartos a un par -tres- de estos locales. Sensaciones positivas: sabores atractivos y diferentes, atención cuidada, esmerada puesta a punto en cada plato; en negativo: precios desorbitados, cantidades insignificantes por ración -tienes que comer tres por persona mínimo- y, aunque en el paladar queda retrogusto de lo comido, a las dos horas le estábamos metiendo al cuerpo chocolate con churros en cantidades industriales. Merece la pena, todavía no lo sé, creo que tendré que volver a alguno de estos sitios para corroborar la opinión. Por lo de pronto, a la corta, caeré por algún mesón de tortillas, embutido y pimientos de padrón. Si están gorditos los que mandan, mejor.