Desgraciadamente la vida es muy frágil, es mejor disfrutarla mientras se tiene, ignoramos cuanto durará y menospreciamos en muchos casos los segundos que nos quedan; suena a frase hecha y quizá algo catastrófica pero basta un gesto cualquiera para cambiarlo todo.
En la tierra en la que nací, vivo, y si tengo suerte moriré, la fuerzas de la naturaleza golpean duro sin ser extremas porque es lugar de clima templado, con pocos cambios de temperatura que pudieran servir como motor de huracanes o tifones, sin placas superpuestas que den origen a un terremoto, tampoco hay días sin noches ni sequías ni inundaciones; pero sí hay un elemento que destaca por encima del resto debido a su radicalidad: el mar. Aquí tiene tantas caras que asusta al más pintado.
Poco puedo decir de este monstruo que no se haya escrito ya, lo que si puedo hacer es hablar desde la experiencia que me da bañarme en él 300 días al año gracias al deporte que practico y aunque hoy no es momento para contar batallas puede servir como simple anécdota.
Los fenómenos atmosféricos pueden ser regulados por aparatos de todo tipo pero hay que ser experto en la materia para saber interpretarlos a pie de cancha, me refiero a que mirando los partes no llega si buscamos esa adrenalina que alimente nuestro insatisfecho espíritu, hace falta algo más. Lo digo por toda esa gente que he visto cerca de los acantilados sin saber siquiera la capacidad de absorción de un enorme labio tubular o que las rocas mojadas resbalan tanto como la nieve dura en la montaña y por mucho que quieras reducir la aceleración esto sólo provoca sensación de impotencia. Además, una vez dentro, tal como estaba, no existía la más mínima posibilidad de salvarse, aquello era un infierno.
Desgraciadamente la vida es muy frágil.