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miércoles, 8 de octubre de 2014

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Este pasado verano -los espacios temporales se alargan demasiado cuando no escribes- aparcaron sus bártulos en la puerta de casa dos nuevos inquilinos: otra furgo y un perrito.

El coche no es nuevo, tiene ocho años y medio, el perro casi, hizo siete meses. El primero viene a sustituir a la que compré en el 2004, después de cuatro gripajes decidimos separarnos de mutuo acuerdo: yo no soportaba más tanto desplante y ella me acusaba de falta de mantenimiento, diferencias irreconciliables entre los dos. El segundo, un perro de aguas que se iba para Argentina y que por faltarle un premolar cambió la Pampa por el apampao que aquí firma, viene a rellenar el vacío que dejó escubi, un cocker spaniel de color canela, compañero infatigable de aventuras -y desventuras-, del que no me olvidaré jamás.

Y aquí estamos todos juntos estrechando lazos, con nuestras virtudes y defectos, haciendo piña. Por poner un ejemplo, hace unas de semanas saqué a pasear al cachorro por la playa, el animal es de carácter huidizo y yo todo lo contrario; tuve la brillante idea de soltarlo para que se encontrase en libertad -me conocía de un día y medio-, y tan libre se sintió que escapó hacia el bosque de pinos que rodea ese arenal y el que viene a continuación -unas mil ha. en total- sin intención de volver. Corrí en la misma dirección pero con mi capacidad de rastreo me despistó a los quince segundos; después de mucho llamarlo y nada, aumenté el radio de búsqueda pero tampoco, tres horas después me tenía que ir a trabajar sin noticias. Entre el lunes a las 9:30 hasta el miércoles a las 13:30 nadie vió al perro; cientos de personas buscando en el bosque, casas colindantes, lugares cercanos, ..., las únicas pistas resultaron ser falsas esperanzas; todas menos una. Aquella más cabal, la más próxima en distancia -y parentesco- al lugar donde se extravió, fue la correcta. Y allí, entre un hueco de pinos bajos, maleza y troncos secos fabricó su cueva el gaucho, sin decir ni mú por si lo pillaban, jugando al juego del escondite con tácticas de guerrero de élite, saliendo sigilosamente en plena madrugada cuando ya nada se oía a la redonda sólo para nutrirse de heces de animal salvaje -el fuerte olor lo delataba- y agua de los arroyos. El carajo del animal, que boludo salíste.