Aún con este tipín que me caracteriza estoy plenamente capacitado para comer el plato de hamburguesas, patatas y morcilla que tengo delante; sobre la mesa de la salita está todo dispuesto, incluso humeante, algo que se agradece cuando a la vez sofreíste y metiste al horno, no sin antes aliñar debidamente, dos codillos de cerdo bien fresquitos que son la cena de mañana.
Alguna vez tengo comentado lo poco que como hasta las nueve de la noche, esa es la hora mágica donde todo puede suceder en mi cocina: una sencilla tortilla de patata con ensalada o quizá un estofado de rabo de toro al puré de guarnición y picatostes. Tengo por norma no abandonarme nunca en la tarea, poco ganan conmigo las empresas de comida para llevar. Y después, antes de acostarme, un colacao con galletas para intentar cubrir las calorías que me faltan y completar así las aproximadamente cinco mil consumidas cada día. Tanta metralla nutritiva unas noches mola mucho y otras es jodido de llevar, más cuando has currado duro nueve horas y hecho deporte otras tres que suele ser lo habitual de lunes a viernes. Dos motivos fundamentales respaldan tal calórica actitud: me gusta cocinar y estoy en el chasis. Por supuesto no voy a cambiar de hábitos de vida cuando realmente vivo de cine. Que me dure.