No éramos los únicos del lugar; una familia -por la pinta- de pintores de brocha fina trazaban giros de muñeca sobre un lienzo a medio terminar mientras los hijos pequeños -también por deducción- arriesgaban correteando en el borde que delimitaba el alto sobre el que se encontraban y el desfiladero de rocas que conducía al mar. Sus progenitores artistas ni se inmutaban, sus hermanos mayores -mmm- tampoco, continuaban en su tarea como si estuviesen concentrados sólo en ella; los chavales se las arreglaban de forma independiente, estaban de esa manera educados -otra suposición-.
Desde cierta distancia pude comprobar la calidad de las obras, bajo mi humilde punto de vista les faltaba movimiento a sus obras, eran un poco estáticas para representar la naturaleza salvaje de aquel paisaje y más bien parecían el típico cuadro del todo a un euro -lo digo sin ánimo de ofender-. A falta de bullicio, adornaban sus estampas con gaviotas, espumas y rizos de mar que es algo que si no lo haces bien, se nota. De todas formas, como vulgar aficionado que soy a los trazos, me encantó este ambiente, casi más que el rincón en sí.