España no deja de ser una isla agarrada por los pelos al continente, una mano francesa la sujeta fuertemente no se sabe si con saña o como método de salvamento, habrá que preguntale a ellos. En esta península el tiempo es cambiante en los últimos años, siglos atrás ya ocurriria lo mismo pero a cámara lenta. Tantos gases liberados a la atmósfera tienen que repercutir en el ciclo estacional y lo que antes sucedía en cientos de años de rotaciones y traslaciones ahora bastan meses; la tierra, al igual que nosotros, se va adaptando a este contaminado ambiente: acné, hipertrofia, sudoraciones y estados de ánimo cambiantes son reacciones secundarias del sistema inmunológico.
En mi pueblo ya no llueve lo que llovía. Afortunadamente para unos y no tanto para otros los eternos meses de agua dios dar -frase de abuela materna- forman parte del pasado. Según estudios recientes donde antes caía a chuzos ahora escampa en un riau; las borrascas penetran más que entonces y chopetea en tierras áridas; los bosques caducifolios ya no saben cuando tirar la hoja y las cigüeñas regresan casi antes que los Reyes Magos; especies tropicales se asientan en Monforte de Lemos y nacen percebes en las piedras del espigón de la Barceloneta; el anticiclón de las azores es ahora el de Madeira y borrascas que penetraban en el mar del Norte designan nueva ruta hacia los coffee-shops de Amsterdam retroalimentándose de cierta turbia niebla acogedora.
Enero ha pasado volando, bastante más rápido que escribir esta entrada, es la primera vez que lo hago desde un móvil y no se me da bien; interrumpí la conexión unas cinco veces -sin haber guardado los cambios- por mi torpeza de pulgares, los tengo mal entrenados.