Me preguntaba una chica que cuantos tatuajes tenía. Me quedé callado un segundo, la miré extrañado. Iba vestida con pantalón vaquero entallado, en color azul ultramar y camiseta negra de tirantes. De cabello negro, largo y rizado; alta, guapa, de complexión media y curvas pronunciadas en caderas y pechos. Sus brazos desnudos -por llamarle algo- estaban decorados con tatuajes de simbología marinera desde los hombros hasta las muñecas: anclas, cuerdas, banderas, quincalla, ... con diseños retro-coloristas, un poco al estilo de Amy Winehouse o Marc Jacobs, director creativo de la casa Louis Vuitton.
La respondí que tenía cuatro importantes: apendicitis, testículo alto, artroscopia de hombro y de rodilla. Todos imprescindibles para mí porque reflejan momentos de mi vida importantes: si no me los llego a hacer, igual no lo estaría contando. Ella se rió, entendió la respuesta, chica lista; me pidió perdón por si me había ofendido y todo. La disculpé con un perdoname tú y una sonrisa, le comenté que era normal, casi todo el mundo tiene un tatuaje y como merecía una explicación se la dí.
No encuentro ningún motivo interesante para imprimir mi piel: un amor de madre, un retrato, el nombre de una antigua novia, un amuleto, un animal, un reflejo de personalidad, una frase ocurrente, un personaje esotérico-histórico-influyente, un actor/actriz, un icono del rock, un órgano corporal, un instrumento músical, un androide, una pin-up, un símbolo deportivo, un objeto religioso, algún elemento de azar, ...nada me motiva más que mi propio pellejo; ahora bien, tengo que reconocer que los tuyos te dan un punto sexy considerable, estás bastante buena.