El chiringuito era un cuarto de tres por tres metros situado en la zona más alejada del recibidor, así lo quiso él para que se le molestase lo menos posible. El piso formaba parte de un grupo de viviendas subvencionadas por una empresa pública en mil novecientos sesenta y adquirida en propiedad treinta años después, seis lustros de alquiler en los que la máquina de escribir no dejó de operar ni un solo día de su vida.
El hobby de mi abuelo materno era encerrarse en ese cuarto y poner los dedos a percutir en las teclas de su Olivetti. Había hecho un escritorio sirviéndose de un armario empotrado que le permitía disponer de estanterías de conglomerado hasta el techo, mesa desplegable y cajones, además de puerta con candado marca lince para cerrar sus tesoros a cal y canto, alejando así la mirada de curiosos o quizá curiosas, centrando las culpas en mi abuela o en sus hijas, no fueran a revolver todas aquellas carpetas de cartón prensado en color añil unas y terracota otras, estratégicamente clasificadas y ordenadas con titular en el frente hecho con una tira de letras blancas en relieve sobre fondo azul plastificado, organización que conseguía realizar con un aparato llamado Dymo. A veces sólo salía de ese cuarto para comer, dormir o darle cuerda al reloj de pared que había en el salón, otro de sus tesoros más preciados.
Entre hijas, yernos, nietos y cuñados allí se juntaban quince personas. De entre todas ellas sólo una tenía copia de la llave del armario del chiringuito, la persona que según su abuelo más lo aprovecharía. A día de hoy -trece años después de su muerte y más de veinte de aquellos tiempos- este que aquí escribe tiene dos grandes recuerdos de su familia materna: un reloj de pared -a día de hoy restaurado- y una Olivetti Lettera 22 con carrete de tinta a dos colores.