Cuando el creador de los muppets o los fraggle -el titiritero Jim Henson- murió, a muchos se nos quedó atrás la infancia, no entendíamos quien continuaría con la saga de Barrio Sésamo ni que pasaría con la rana Gustavo -René, Kermit- o si Epi y Blas -Ernie y Bert- mudarían de habitación después de la tragedia. Un servidor, que ya no pertenece a la generación Doraemon si no más bien a la de la abeja Maya, disfrutaba viendo la tele después de las cinco -hora de salir del cole- mientras comía sus galletas con nocilla -ya no me acuerdo de los bocadillos de queso- si no se las había birlado su hermana, aprovechando un descuido del que aquí escribe obnubilado con las didácticas marionetas.
¿A cuento de qué viene esta historia?, viene por lo siguiente: en plena vorágine de productos solucionadores de problemas de autoestima, léase rejuvenecedores, adelgazantes, anticelulíticos, eliminagrasas, exfoliantes o la madre que los parió, hay personas que rizan el rizo para aparentar lo que no son. Correcto, cada uno con su cuerpo hace lo que quiere; lo que no puedo entender es a gente como esa madre que decide por una cuestión estéticamente superficial ponerle tratamientos de botox a su hija de ocho años. Así -entiende ella- la niña tendra siempre aspecto facial descargado y la piel tersa, suave como la piel de un albaricoque. Repugnante, del color que yo lo veo las caritas de teleñeco están muy bien para la ficción pero utilizarlas en seres indefensos, con intención lucrativa, en una sociedad moderna como la nuestra debería estar penado. No voy hablar de barbaridades como la ablación -mucho más grave- porque está culturalmente promovida por la ignorancia y no por un hecho caprichoso puntual de una mujer que no sufre ningún tipo de presión social que la obligue a peponear a su hija como tributo al difunto Jim.