Viento del Suroeste y huele a Iodo, que ocurra esto a mil ochocientos metros de la costa es normal en la tierra donde vivo, indica que la mar no está calma. Aunque soy un poco duro de oído lo pongo en alta fidelidad para escuchar el rugir de las olas rompiendo en la playa. No hay duda, si lo oigo yo es que rasca de verdad. Los ojos se me ponen brillantes y una media sonrisa asoma en mi cara; al igual que Superlópez acudía a una cabina a mudarse, yo lo hago en mi furgoneta. El pelo erizado y los nervios a flor de piel son los síntomas de ver lo bueno de la naturaleza, una belleza salvaje. Como yo.
Dentro del medio soy feliz, la memoria pasa a pertenecer al olvido y lo que ocurra en el futuro no tiene trascendencia. El cerebro en posición de standby y los cinco sentidos en alerta suponen la mejor opción. Una amplificación sensorial elevada a la máxima potencia dentro de las limitaciones de un tipo como yo, el más torpe de los animales: vuelo como un delfín, nado como un guepardo y corro como el águila real.